jueves, 30 de junio de 2016

Y TODAVÍA ESPERAN QUE ESTÉ BIEN !


La intempestiva frialdad que acuchillaba todo el cuerpo eran sables de hielo que atravesaban brutalmente todo el abrigo que traía encima. Esta feroz e inusual nevada parecía congelar hasta el pensamiento y las seis heladas campanadas de la catedral parecían acrecentar la ventisca que azuzaba el miedo de saber que estábamos soportando las semanas más frígidas del invierno. Para colmo, las pesadas nubes habían descendido hasta besar las húmedas veredas causando una pobre visibilidad y las tres majestuosas montañas que destacaban mi famoso suelo serrano también amanecieron cubiertas con un increíble poncho exquisitamente blanco que no solo pintaban sus cumbres de inmaculado hielo; sino que la nieve las cubría amorosamente hasta sus extensas y azuladas “faldas”.
Una vez más, me levanté tempranito para efectuar mi rutina de costumbre. Momentos antes, exactamente a las cinco y quince mi reloj biológico me ´halaba de las patas´ y tenía que “botarme” de la cama para terminar de despertar y hacer consciencia. Me puse en pie e inmediatamente me santigüé. Me despojé del piyama y, tal como vine al mundo, me dirigí al baño contiguo. Estaba firmemente convencido de haber abierto la puerta, pero aquel choque frontal me gritaba en la cara: -Tas cojudo, despierta de una vez por todas. Retomé el camino de regreso y procedí a vestirme.
Tenía que colocarme ´obligatoriamente´ el buzo de los miércoles y buscaba afanosamente las respectivas zapatillas. Se habían hecho humo (se fueron con el humo de mis patas…(pensaba) y solo, me mordía los labios tratando de sonreírme para preparar un buen inicio del día). Me agaché violentamente para verificar si en la caja de zapatos las había depositado el día anterior y un golpe seco me dijo: -Stop, chato, a medio camino. No había encendido la luz y aquel maldito banco imposible apareció para romperme el alma, justo es el único trayecto de mi cabeza. Apreté el interruptor y un hermoso chichón se agitaba con cada latido como diciéndome estoy vivito y... jodiendo! (Este era otro Misticito y solo de mi propiedad, me dije para darme ánimo). Después de buscarlas por todo sitio posible, me acordé que las había dejado en el patio, situado a dos kilómetros y medio de mi cuarto. Tenía que ponérmelas… porque eran las de los miércoles. No podía ser de otra manera, pues tenía que ser así, sí o sí, pues era lo que menos exigía mi noble terquedad de siempre. Un fuerte y helado viento detuvo mis primeros pasos y me delató en medio del patio ataviado solo con un miserable bóxer. Bajé la vista y recién reparé que estaba ´patacala´ y el frío de los pies me taladraba hasta el fondo de mi cerebro.
Por fin estaba listito para iniciar la marcha, me persigné y dando un portazo abandoné la casa. Ya había avanzado una media cuadra, cuando reparé que no había sacado el carné de ingreso y, sin el documento, misión imposible! Volví un tanto presuroso por la senda transitada y quise sacar la llave para ingresar hasta mi mesa de noche para tomar mis documentos. ¡Maldita sea! Tampoco la pude encontrar. Toqué el timbre repetidas veces. Mi mujer, digo, mi patrona me espetó dulcemente: -Cómo mierda no te das cuenta de lo que llevas antes de salir? ¿Y si yo no estuviera? ¿Qué sería de tu vida, huevón olvidadizo! Y haciendo una mueca de desprecio me la alcanzó, no sin antes pegarme una mentada de padre y señor mío.
Me retiré tranquilo a pesar de las circunstancias vividas y de las maldiciones recibidas. Doblé la esquina y con un tranco apurado quería llegar cuanto antes al hermoso ambiente del club donde podía trotar tranquila y apaciblemente. Levanté la vista y allí estaban nuevamente: los tres imponentes vestidos de blanco-nieve. El viento, de pronto, lanzó una helada bocanada brumosa; metí automáticamente las manos en mis acogedores bolsillos de la casaca y quería meterme todo entero. Me encimé la capucha y cerré su seguro por debajo del mentón.
Crucé la avenida más grande que parecía tener dos carriles en cada lado, pero los conchudos milicos hacían que fuera de tres ocupando no solo las bermas, se tiraban hasta las veredas y… bien gracias!
-Qué tales hijos de María… y ¿por qué diablos la grúa no se  lleva sus carros? Claro, es la ley del embudo. -Pero ya verán cuando sea general de la PM! Traté de ganar al semáforo y me atropelló un camión de tres pisos, pues me pareció chocar contra un muro. Había tropezado groseramente con una mujer espectacular, pues se manejaba una carrocería inmensamente ancha de manufactura artesanal; estaba envuelta entre veinte polleras, dos mantones y una bufanda que la arrastraba hasta tomar la pista. Sin querer, pisé aquella larguísima prenda y casi ahorco a la fulana quien se bamboleó como un trompo hasta caer sentada cual pesado saco de papas sobre mi endeble esqueleto. –Oiga! So pedazo de animal, no se da cuenta que estoy estirando mi mano para detener mi colectivo? Debes estar borracho para no verme… ayúdame! Qué esperas, caballero zonzo!
Buscando conservar integridad, después de aquel atropello ferroviario, llegué congelado y castañeteando todo el costillar hasta la portería del club y… sorpresa mayor: encontré un nuevo y descomunal cuidante. –Oiga, pa´dónde va? ¿Acaso no sabe que tiene que identificarse…usted debe ser nuevo! ¿O quiere meterse de refilón en nuestra querida institución? A ver… saque su carné… y muéstremelo! Que aquí hay un montón de sivergüenzas como usted…bien sabe, que se quieren meter!
Busqué por todos los rincones de mi buzo hasta llegar afanoso a mis prendas más íntimas.
-Ah! Todavía es degenerado este viejo mentiroso… queriendo ser socio del club, noooo?
 Me aguanté, pero tuve que regresar con las piernas metidas en el rabo. Sí, no era al revés. Quise nuevamente sacar mi llave pero no la encontraba; luego, busqué por todos lados mi celular para pegar una llamadita de real emergencia; tampoco estaba. Finalmente, quise encontrar mi  aquel  
Golpeé desesperadamente la puerta de mi domicilio despertando las protestas de todos mis vecinos de la cuadra menos de la susodicha y, sin embargo, como si fuera un acto de magia, el portón se abrió de par en par y un gran alivio veía venir. Entré un tanto azorado al comedor buscando sitio para poder descansar un momento y luego, más tranquilo, retomar la rutina de todos los días. De pronto, una feroz tromba ingresó rampante y me increpó:
-¿Qué haces aquí y a estas benditas horas? Si recién está amaneciendo… Ni siquiera han aparecido los primeros rayos de sol y seguro, todavía quieres que te sirvan el desayuno a la boquita, nooo?  Huiflas!... Pájaro madrugador! Anda a acostarte… y no jodas más! Qué caray!
La miré directamente a los ojos. Me levanté de la silla y sin decir palabra alguna, volví a la calle. Allí estaban los tres caballeros firmemente inhiestos, solemnes e imperturbables. Seguí mirándolos y fríamente les pregunté:
-Y así, con esta nevada de mierda, creen que estoy loco y todavía esperan que me sienta bien?



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